Escenario Grabado al carborundo |
Cuando vamos hacia la escuela oímos un sonido y luego un
estruendo de motores que se acercan. Entonces vemos los aviones al fondo, en el
cielo. Los vemos venir, plateados, cada vez más grandes. La gente empieza a
correr, muchos salen corriendo de sus casas. Mi madre dice que hay que ir al
refugio y mi padre, que ahora lleva siempre consigo los catalejos para mirar el
cielo cuando vienen los aviones, dice: tranquila, son de los nuestros, no pasa
nada.
Pero si pasa. El cielo se llena de aviones y el aire de
estruendo, se oscurece, se vuelve gris y metálico, y yo siento una especie de
emoción, de incertidumbre. De repente, veo caer objetos acelerados como rayos,
se oyen silbidos. Todo empieza a explotar ante nosotros y sé que son bombas,
casi no escucho los gritos con tanto retumbar. Mi madre está gritándome y yo
huelo a polvo, ya sólo veo las bocas abiertas de la gente y los ojos
enloquecidos. Alguien agarra fuerte mi mano y corremos entre las calles. Creo
que vamos al refugio, como otras veces, pero esta vez es diferente, mi nariz
está llena de humo y mi boca de sangre, y ya no siento si mis padres y mi
hermano están ahí porque un trueno apaga el latir de mis pensamientos.
Despierto. El ruido ensordecedor continúa y a mi lado hay un
cuerpo muerto. No quiero mirar, me levanto y empiezo a correr a lo largo de la
calle pegada a las casas. Ya no se ve a nadie. Pero en el suelo hay cuerpos,
escombros y sangre. Encuentro un portal abierto y entro sin pensar. En el
rellano veo unas escaleras que suben y otras que bajan. Dudo un momento y elijo
las que bajan. Rápidamente desciendo agarrada a la barandilla, tropezando a
veces, oyendo cada vez más lejano el sonido de las bombas, cada vez más lejos
hasta que se pierde por completo y me encuentro inmersa en un silencio
absoluto, tan profundo que sólo percibo el sonido acelerado de mi respiración.
Sigo bajando y es como si el tiempo se hubiese detenido. Una
atmósfera pesada me oprime y apenas hay luz para ver dónde piso, parece que las
escaleras no acaban nunca, no sé cuánto he descendido ya, es raro. Cuando parece
que estoy llegando a las entrañas de la tierra acaban. He llegado al fondo. Todo
está muy oscuro.
Mi vista se aclaró poco a poco. Pude ver un largo pasillo
levemente iluminado y al fondo, una luz anaranjada. Avancé hacia ella entre las
sombras que ondulaban y parecían querer tocarme, cada vez más asustada, hasta
llegar a la luz. Entonces, el silencio se convirtió en un murmullo. Oía el
sonido de muchas voces juntas como una música acompasada y monótona. Entré. Las
voces callaron. Me encontraba detrás de un escenario. Parecía un teatro. Dejé
tras de mi el telón y di varios pasos, asombrada.
En el centro del escenario la figura de un hombre miraba
hacia el patio de butacas.
El hombre, alto y esbelto, de pelo gris y gesto elegante, se
dirigía al auditorio. Estaba de espaldas a mí. Yo no miraba a las personas que
ocupaban el repleto patio de butacas y nadie me miraba. Todos miraban a
ese hombre esperando, escuchando. El seguía dándome la espalda. No me oía ni me
veía pero yo sabía que él sabía que yo estaba allí tras él, también esperando.
Sentí dentro de mi ser un profundo impacto, como si mi
corazón hubiese escapado volando de mi cuerpo, como si mi cuerpo cayese en el
vacío. Oí en mi cabeza el sonido de su voz, o más bien el sonido de sus
pensamientos mezclándose con los míos. Su mente quería darme paz pero yo sentía
miedo, miedo de que esa paz se apoderase de mí, de que él se apoderase de mí. Me dijo: No temas, ahora voy a darme la vuelta.
Mi corazón latía tan fuerte y tan rápido que pensé que me
desmayaría.
Volví la vista
hacia el patio de butacas y fue escalofriante. No me había dado cuenta de que
todas y cada una de las personas que estaban allí tenían una deformidad, una
herida, horribles cicatrices. Sin embargo, todos se mantenían serenos, en
calma. De pronto también me veían y me acogían con ellos en aquel lugar, como
si yo también formase parte de su hermandad.
Me refugié de
nuevo en aquella mirada llena de amor y compasión, y entonces comprendí.
El temblor me
abandonó. Ya no sentía miedo. La paz se había apoderado de mí. Sólo tenía una
inquietud. ¿Vienes conmigo?, le pregunté. Él sonrió. Ni yo sé adónde vamos
ahora, dijo. Sólo sé que estoy destinado a amarte en otra vida.
Julia Lasagabaster
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