Apunte a pluma Julia Lasagabaster |
El domingo por la mañana era mi último día de trabajo de la semana en la galería de arte. Tomaba siempre el mismo tren a la misma hora en la misma estación. Tenía el aliciente de un buen desayuno en aquella cafetería con solera en la que todavía servían camareras con uniforme, del delicioso brioche y mi mesa solitaria.
Tenía el aliciente de que sólo me quedaran unas horas para ser libre y hacer lo que me diera la gana cuando saliese, aunque también temía al vacío que pudiera sentir.
Mientras bebía el café con leche observaba a la gente. En la mesa de al lado un padre hablaba a su niño cariñosamente mientras desayunaban. Una pareja reía al fondo. La camarera simpática que solía atenderme se preguntaba seguramente por qué yo venía sola todos los domingos. No era un misterio. Era por trabajo, pero nunca se lo dije.
Terminaba y me dirigía hacia la galería. Pasaba por el parque bajo los árboles floridos de primavera. Al mismo tiempo miraba hacia arriba, como si formaran un pasillo hacia otro mundo.
Llegaba y abría la reja con la llave, luego la puerta mecánica de cristal. Me cambiaba para el público y preparaba los vídeos, las luces, la máquina de medir la humedad. Me sentaba en mi puesto y sacaba el cuaderno para apuntar el número de visitantes, que solían ser muy pocos.
Siempre, hasta el último día, conservé la esperanza de que la puerta de cristal se abriese, y entrase él.
Julia Lasagabaster